Eran muy raras y contadas las veces que se veía por estos tiempos al joven Mario Luis Peña caminar por la Callejuela de los Chismes, solo lo hacía en ciertas ocasiones para acompañar a las hermanas Daza después de su jornada de estudios en el Colegio de Santa Epicena de la Cruz, que quedaba solo a tres cuadras de distancia del hogar de las hermanas.
La Callejuela de los Chismes estaba ubicada en uno de los suburbios elegantes de la gente que había llegado desde la capital del país y del extranjero para explotar los recursos minerales de estas tierras y que habían creado un emporio de oro negro y una pequeña ciudad con urbanizaciones alejadas de la chusma de las locaciones vecinas, y donde no era impropio para un mozo acompañar sin chaperón a dos señoritas después de salir de la escuela.
La calle estaba entre la Calle de los Perros Castrados y la Calle del Loco Herrera, el mismo que azotaba con el rejo a los caballos y los arrojaba contra los peatones que venían o iban por las aceras de hormigón mientras se trastumbaba con encendidas carcajadas chillonas que parecían provenir del mismo averno y dignas de un señor de las tinieblas en pleno embeleso llevándose almas inocentes. Importante es decir que el joven Mario Luis Peña conocía bastante bien al Loco Herrera y prácticamente lo quería como a un consanguíneo porque había pasado sus últimos días en el Colegio de Santa Epicena de la Cruz junto con él y otro puñado de camaradas, hermanos y hermanas de otras madres, que poco a poco se irían alejando en el tiempo y el olvido. Aunque esta fraternidad amistosa no bastaba para evitar que el loco le hiciera de vez en cuando sus fechorías a caballo.
Mario Luis Peña sabía de varios de los amigos de las hermanas Daza, pues el mismo había conocido en el Colegio de Santa Epicena de la Cruz a Teodoro y Martin de Lüker, hijos de inmigrantes alemanes que habían venido de las tierras del este (de las cuales era oriundo también el joven Peña) para buscar un ambiente más estable para sus dos hijos varones, y había conocido al primero de ellos en las competiciones de poesías a todo pulmón que se celebraban en el colegio. Había conocido también en la casa de estudios a los hermanos Lucio Mariano y María Antonieta Castillo, hijos de uno de los últimos migrantes de la zona central del país. Poco tiempo después conoció en una de las reuniones organizadas por las hermanas Daza en el renombrado Club Social del Norte, a León Jacinto y a Antonio Cuevas hijos de un Obispo católico en jubilación que hacía años se había convertido al cristianismo según Lutero y de su esposa.
A pesar de sus conocimientos y contactos en la Callejuela de los Chismes, este no era aún el mundo del joven Peña, ya que prefería una vida de lectura y ocio más cómoda alejada de los trajines sociales que implicaban las reuniones en el Club Social del Norte, y solo salía de su casa para hacer lo indispensable o realizar visitas oficiales de trabajo a alguno de sus compañero o compañeras, según fuera la ocasión del evento.
No fue sino hasta unos años después, cuando ya la preparación del bachillerato se había consumado y un verano de ocho meses de tedio había llegado a su fin que el joven Mario Luis Peña rescató sus antiguas relaciones con los amigos olvidados Teodoro de Lüker, Lucio Castillo y León Cuevas; con quien compartió, además de con muchos otros y por un tiempo no tan largo el transporte en furgoneta a gas hasta los edificios de La Universidad del Occidente, ubicada en otra ciudad del estado.
La camaradería entre los cuatro amigos era notable en las largas charlas luego de haber visto algún viejo estreno de cines en el proyector en casa de los Lüker. Charlas en las cuales cuestionaban las habilidades de los integrantes de los reñidos debates y absurdos llamados de la razón, para soportar los desamores y el desencanto de las damiselas a las que pretendían y que habían escapado de sus brazos por razones tan simples que era mejor no recordar, y argumentaban sobre los rigores universitarios en las diferentes áreas del conocimiento que cada uno de ellos había escogido para su futuro y de la forma tan pedante que rosaba en lo pintoresco en la que se comportaban algunos profesores, y de los trastornos del sueño que les dejaban bolsas moradas bajo los parpados por los viajes en furgoneta a gas a ciudades retiradas de los hogares.
Fue por estos mismos rigores universitarios y el cansancio del trajín de las horas de viaje y el bochorno del ardiente calor solo conocido por las provincias al este y al sur del país, que el joven Mario Luis Peña debió reconsiderar su círculo de amistades y cayó en la cuenta de que el método de salidas solo esenciales y oficiales había terminado, y de que la amistad no se buscaría sola y los amigos no se mantendrían unidos a base de pan y agua, recordando siempre que: “Todo mundo quiere tener un amigo, pero pocos se toman la molestia de ser uno.”
Atención
Esta historia es un producto de mi imaginación y los personajes y nombre expresados en ella son falsos e inventados. También así las acciones y lugares descritos. Cualquier parecido con la realidad es mera conciencia. Esta nota no tiene como objetivo herir alguna susceptibilidad por lo que recomiendo se lea con discreción.
Kevin Yépez
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