Era un día caluroso y las calles estaban atestadas de gente, el muchacho estaba sentado con su perro mientras esperaba nada en una banqueta pública frente a la terminal de pasajeros. El joven se llamaba Alejandro, se le notaba algo cansado y se veía la grasa derretida por el calor en su cara. Había caminado un buen trecho y aun le esperaba mucho más por transitar, no había rumbo, solo un camino y apenas una meta que parecía ser un sueño. Debía encontrarse con sus familiares en otra ciudad bastante alejada.
Sus padres habían muerto en un accidente de tránsito hacia unos cinco años o algo así. Vivía solo con su abuela y Paco, su perro, en una casita de alquiler que ya tenía varios de meses de mora cuando ella murió. La vejez se la había llevado y a nadie parecía importarle mucho la suerte del muchacho.
Tenía solo una semana para desalojar su pequeño hogar de paredes de ladrillo rojo y tejas de adobe si no pagaba la deuda con la que cargaba. Las provisiones de alimento y dinero eran de por si escasas, y sabía que no podría afrontar ese inconveniente. Tendría que marcharse. Pero ¿A dónde? Ya hacía tiempo que su cielo se había derrumbado, todas las noches rompía en un llanto incontrolable al sentirse frustrado de lo cruel que había sido el destino al momento de la repartición de vidas y de sentir que su Dios le había dado la espalda.
En esas últimas noches en la casita, Paco era su único consuelo. Lamia el salado de las lágrimas de sus mejillas y ladraba casi con cariño para tratar de animar a su joven amo. Paco fue el último regalo que recibió de sus padres, era apenas un cachorro para aquel entonces pero ya tenía una hermosa melena color arena. Desde entonces, crearon ese vínculo especial de un niño y un amigo, esa relación de camaradería en cosas simples como en darle de comer los desabridos huevos de la abuela por debajo de la mesa del comedor.
Alejandro sabía que ya aquellos recuerdos se veían un poco alejados de la realidad, el tiempo no se haría esperar y pronto habría que partir en busca de un acomodo para nada asegurado en el que tal vez la vida sea un poco más llevadera.
También sabía que parte de su familia se encontraba en una pequeña ciudad cerca de la capital del país y que probablemente (o al menos eso deseaba el), lo recibirían por lo menos por un tiempo, lo suficiente como para conseguir un empleo y quizás terminar sus estudios. Era demasiado para un chico de quince años.
En el frente de la terminal, Paco estaba sentado junto a él, parecía contento de contemplar a los transeúntes mientras estos realizaban su rutina diaria. Alejandro adoraba a aquel perro. –A veces quisiera ser un perro– Se le oyó decir mientras Paco se enroscaba alrededor de su pierna. –Andando Paco, es hora de irnos. Ojalá que a mi tía no le moleste que llegue sin haber llamado antes–.
Nunca volví a ver a Alejandro, pero mi pana me dijo que lo había visto en la universidad; que estaba contento y que ya se iba a graduar. Al final, muy al final las historias siempre tienen un final feliz, sólo que los pesimistas nunca se molestan en escribirlo.
Atención
Esta historia es un producto de mi imaginación y los personajes y nombre expresados en ella son falsos e inventados. También así las acciones y lugares descritos. Cualquier parecido con la realidad es mera conciencia. Esta nota no tiene como objetivo herir alguna susceptibilidad por lo que recomiendo se lea con discreción.
Kevin Yépez
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