Conocía el preciso instante, sabía de memoria cada detalle. El lugar, los instrumentos. Todo. Le había dado todas las armas necesarias a la muerte para planificar juntos el lugar, la manera y el momento. Pero antes había que terminar todo y eso sería simple: una despedida.
Se llamaba Abelardo Valles, lo llamaban Napoleón. Descendiente de una migrante francesa y un blanco americano. Tenía dos hermanos, ambos menores que él y que también se llamaban Abelardo, y una novia. Vivía acomodado en una urbanización de clase media alta en una ciudad cerca de la capital del país, donde los arboles debían tener la misma altura y las casas no podían ser pintadas con colores demasiado llamativos, y la mayoría de las personas mantenía la puerta cerrada porque el frio les helaba los pies y solo las vecinas chismosas dejaban las ventanas abiertas, aunque siempre tratando mantener la soledad y tranquilidad del suburbio.
Tenía varios amigos con los que pasaba la mayor parte del tiempo, pues estudiaban la misma carrera en la misma universidad. Un perro y una tortuga llamada Tortuga. Ninguno de sus compañeros lograba entender su odio por el chocolate. Aquella intriga que le causaban las cucarachas, las cuales manipulaba como si de un juguete se tratara. El amor que sentía por los tuqueques; a los que él llamaba gecos, por respeto que siempre había sentido hacia a los nombres científicos de los animales. La desconfianza en la televisión dado el margen de error que había en los porcentajes que se decían en los documentales.
Ateo como el sol, había decido morir cuando se dio cuenta de que la vida no era la mejor cosa que había para hacer, que los vicios no eran suficiente alivio y que el amor no siempre curaba la melancolía crónica y que cuando uno quiere descansar, el metal ardiente rebotando en el cráneo y jugando con el cerebro era en realidad más eficaz que el Prosac y el sexo juntos.
Supo que se acercaba el momento cuando la vida se había vuelto tan monótona como leer el mismo diario todos los días. Como si las noticias fueran iguales, solo que con personajes distintos, como si todos los días muriera un criminal por haberle destrozado el cuello con una escopeta al pobre hombre que no tenía un céntimo que entregar. Como si todos los días el gobierno hiciera algo mal.
Supo que se acercaba el momento cuando se dio cuenta de que en realidad no tenemos una sola vida, sino que son muchas. La primera es la que llevamos a cuestas todos los días. En la cual sufrimos y somos felices, en las cuales somos capaces de amar a los que alguna vez odiamos y de sufrir por esas personas que amábamos cuando estas nos abandonan, cada uno a su modo pero total que lo hacen. Las otras vidas son aquellas con las que tratamos a las personas, cada persona conocida, familiar o amigo, nos hace tener una vida distinta, y por eso Abelardo decía: “Tenemos mucho más que una única vida, pero todas son más de la misma mierda.”
La chica era Daniela, una aspirante a médico cirujano especializada en neurología que tenía todo lo que necesitaba y más, por ahora. Su casa estaba dos cuadras de la de Napoleón y no se molestaba cuando tenía abrir las ventanas a las dos de la madrugada al escuchar casi en susurros las palabras claves: –Mon chéri, je t'aime pour toujours–. Para finiquitar alguna charla o tener algún encuentro casual y común de la naturaleza humana. Cuando se enteró de la muerte, no podía creer que el destino fuera tan cruel como para llevárselo a la morgue de la facultad de medicina como quien por maldad entrega gozoso una mala noticia.
El día anterior al suicidio, Napoleón, después de salir por la ventana del balcón que daba a la calle frente a la casa de Daniela dijo: –Partout où je suis, je t'aim–. Lo que como siempre, era contestado con un mal pronunciado –Au revoir–. Aunque sin embargo, esta vez significaba mucho más que una despedida.
Sus amigos lo hallaron en el terreno abandonado en el cual solían reunirse a charlar todos los sábados por la noche, sentado en una sillita de mimbre de las mismas que usaban para conversar y que tenía un cojín rojo muy mullido. Los ojos estaban abiertos con una mirada pensativa y melancólica, pero que a la vez reflejaba felicidad, una felicidad que solo puede sentir un loco, el mismo loco que fue capaz de amar a Daniela y que jugaba con cucarachas y que odiaba el chocolate. No habrían sabido que estaba muerto de no ser por la pequeña marca de bala cerca de la sien derecha por donde se asomaba un hilito rebelde de sangre y por la nota que decía: “Solo me arrepiento de no haberlo hecho antes.”
Atención
Esta historia es un producto de mi imaginación y los personajes y nombre expresados en ella son falsos e inventados. También así las acciones y lugares descritos. Cualquier parecido con la realidad es mera conciencia. Esta nota no tiene como objetivo herir alguna susceptibilidad por lo que recomiendo se lea con discreción.
Nota
Esta historia no tiene absolutamente nada que ver con mi forma de pensar acerca de temas tan sensibles como el suicidio, espero que no se malinterpreten mis comentarios.
Kevin Yépez
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