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domingo, 10 de octubre de 2010

La vida secreta de ***** Springs

Adormecido observa la hora en su teléfono celular, para ese momento ya son las 2:51am, tiene apenas un par de horas antes de que Papá se levante y descubra que pasó la noche en otro sitio, no es la idea, así que se despereza y comienza a vestirse, cuando ya tiene los zapatos puestos, se da cuenta que no encuentra su franela de rayas verdes. –La mesa de noche…– dijo en voz baja recordando la locación de lo que buscaba de una manera casi inconsciente, ya todo estaba listo, podía partir oculto en la noche, sabía que nadie iba a notarlo porque había hecho el recorrido muchas veces y conocía los atajos y hasta las manías de la señora chismosa que vive frente a su casa. Antes de salir, le atravesó la mente como un rayo, casi se sintió mal al recordar que no se había despedido, siempre lo olvidaba. –Adiós, te amo…– le dijo a la linda chica que hacía solo minutos dormía junto a él, besándola en la frente con cariño.

Estaba en la calle, su compañera vivía solo a unas cuantas cuadras de su casa, ya eran las 3:10am. Aceleró el paso y comenzó a reflexionar mientras su “otro yo” le reprochaba con sólidos argumentos su torpe incapacidad de contener los impulsos. –Que Dios me perdone. – Cuando esas palabras salieron de su boca, se sintió en su tono un aire de vergüenza. Puso la mente en blanco y pensó en la chica, de verdad la amaba y lamentaba con toda su alma el hecho de haberla arrastrado a la situación en la que se encontraban: una poca de farra nocturna, algunos tragos y uno que otro sórdido encuentro a escondidas en las noches de los fines de semana. Pero no era él el que se lamentaba, era “el otro”. De hecho, él ni siquiera se sentía culpable, simplemente lo tomaba como un merecido descanso a ser el chico bueno de la calle, pues todos nos merecemos un poco de diversión ¿o no?

Ya está en casa, tuvo éxito y nadie descubrió sus tretas, de verdad sabia como escabullirse dentro y fuera de su casa, pero no es tiempo de hacer alarde de  sus habilidades de escape, es hora de dormir un rato, mañana es domingo de iglesia.

Por el día, ***** es un chico bastante normal e incluso hasta algo aburrido, de esos de los que te olvidarías a la hora de repartir las invitaciones de una fiesta. Todo su mundo gira alrededor de Dios, de su familia, la música y sus estudios. Las señoras de su calle lo adoran y lo ponen como ejemplo para sus propios hijos. –No saben lo que dicen. – Meditaba en su interior cuando pensaba en ellas. Todos ignoraban que dentro de él, había un lado oscuro que competía con su conciencia.

Alguien dijo alguna vez que dentro de nosotros habita un ángel y un demonio, y que ellos le dan instrucciones al alma para ayudarla a subir o a bajar (piensen en esto). Si eso era falso, no aplicaba en el caso de *****, porque era esa precisamente la forma en la que se sentía, sabía que era hombre de bien, pero lo frustraba cederle terreno casi voluntariamente a su demonio y a la vez se comprendía a sí mismo, porque sabía que aunque alguien puede llegar a ser muy bueno, en su corazón está la capacidad para hacer el mal, y aunque estaba al tanto de esto, esperaba todos los fines de semana, no para darse placer, sino para tratar de ganar la batalla de una vez por todas.

Viernes por la tarde. Esta noche ni siquiera intentará combatir a su demonio, ahora lo importante es conseguir la forma de escabullirse de casa, Mamá y Papá estarán es casa y sus hermanos como siempre estarán en su habitación jugando con sus cosas. Se las ha visto peores, la ultima vez su prima fastidiosa había venido de visita y no dejaba de hacer preguntas tontas como “Si no hay cine ¿Cómo hacen para ver películas en este pueblo?” La detestaba, incluso el lado bueno lo hacía. Pero esta noche las cosas eran relativamente fáciles, un pequeño soborno a su hermano menor para que se hiciera el ciego, sordo y mudo a la hora de dormir y tendría libertad. Pero eso sería más tarde, todavía quedaban algunas horas por fingir.

– ¡*****!– Se le oyó decir a la vos que venía desde afuera de la casa, era su compañero Luis, otro que había creído la ilusión del demonio interno, pero que no era tan fácil de engañar como los otros, Luis podía desenmascararlo a la primera señal de flaqueza, así que invertía bastante tiempo pensando en sus respuestas. Su visitante le hacía recordar aquella frase de esa tonta película del Doctor Zeus “Yo pienso lo que digo y digo lo que pienso”. La entrevista fue inesperada, pero le daba una excelente excusa para bañarse y vestirse sin ser bombardeado  con preguntas, solo diría que iba a algún sitio con su amigo y que probablemente regresaría un poco tarde. Sabía que sus padres se dormirían temprano y se contentarían con la respuesta falsa de su hermano a la pregunta de si ya había regresado a casa.

 Un rato después, se despidió de su señuelo y tomó rumbo, se encontraría con ella en el lugar de siempre, la casita abandonada en la esquina donde comenzaba su calle, unos besos más tarde estarían en el cuarto de la chica y pronto estaría dándole su usual despedida con un beso en la frente.

De vuelta a casa ***** ya no se sentía culpable, había decidido que abordaría su problema desde otro ángulo, y seguramente lograría vencer a su demonio, ese chico tiene agallas. Pero no pasará todavía, siempre hay tiempo de sobra para vencer a un demonio, y más cuando nosotros decidimos su destino…



Atención
Esta historia es un producto de mi imaginación y los personajes y nombre expresados en ella son falsos e inventados. También así las acciones y lugares descritos. Cualquier parecido con la realidad es mera conciencia. Esta nota no tiene como objetivo herir alguna susceptibilidad por lo que recomiendo se lea con discreción.

Kevin Yépez

sábado, 9 de octubre de 2010

Corta historia de la vida de un suicida

Conocía el preciso instante, sabía de memoria cada detalle. El lugar, los instrumentos. Todo. Le había dado todas las armas necesarias a la muerte para planificar juntos el lugar, la manera y el momento. Pero antes había que terminar todo y eso sería simple: una despedida.

Se llamaba Abelardo Valles, lo llamaban Napoleón. Descendiente de una migrante francesa y un blanco americano. Tenía dos hermanos, ambos menores que él y que también se llamaban Abelardo, y una novia. Vivía acomodado en una urbanización de clase media alta en una ciudad cerca de la capital del país, donde los arboles debían tener la misma altura y las casas no podían ser pintadas con colores demasiado llamativos,  y la mayoría de las personas mantenía la puerta cerrada porque el frio les helaba los pies y solo las vecinas chismosas dejaban las ventanas abiertas, aunque siempre tratando mantener la soledad y tranquilidad del suburbio.

Tenía varios amigos con los que pasaba la mayor parte del tiempo, pues estudiaban la misma carrera en la misma universidad. Un perro y una tortuga llamada Tortuga. Ninguno de sus compañeros lograba entender su odio por el chocolate. Aquella intriga que le causaban las cucarachas, las cuales manipulaba como si de un juguete se tratara. El amor que sentía por los tuqueques; a los que él llamaba gecos, por respeto que siempre había sentido hacia a los nombres científicos de los animales.  La desconfianza en la televisión dado el margen de error que había en los porcentajes que se decían en los documentales.

Ateo como el sol, había decido morir cuando se dio cuenta de que la vida no era la mejor cosa que había para hacer, que los vicios no eran suficiente alivio y que el amor no siempre curaba la melancolía crónica y que cuando uno quiere descansar, el metal ardiente rebotando en el cráneo y jugando con el cerebro era en realidad más eficaz que el Prosac y el sexo juntos.

Supo que se acercaba el momento cuando la vida se había vuelto tan monótona como leer el mismo diario todos los días. Como si las noticias fueran iguales, solo que con personajes distintos, como si todos los días muriera un criminal por haberle destrozado el cuello con una escopeta al pobre hombre que no tenía un céntimo que entregar. Como si todos los días el gobierno hiciera algo mal.

Supo que se acercaba el momento cuando se dio cuenta de que en realidad no tenemos una sola vida, sino que son muchas. La primera es la que llevamos a cuestas todos los días. En la cual sufrimos y somos felices, en las cuales somos capaces de  amar a los que alguna vez odiamos y de sufrir por esas personas que amábamos cuando estas nos abandonan, cada uno a su modo pero total que lo hacen. Las otras vidas son aquellas con las que tratamos a las personas, cada persona conocida, familiar o amigo, nos hace tener una vida distinta, y por eso Abelardo decía: “Tenemos mucho más que una única vida, pero todas son más de la misma mierda.”

La chica era Daniela, una aspirante a médico cirujano especializada en neurología que tenía todo lo que necesitaba y más, por ahora. Su casa estaba dos cuadras de la de Napoleón y no se molestaba cuando tenía abrir las ventanas a las dos de la madrugada al escuchar casi en susurros las palabras claves: –Mon chéri, je t'aime pour toujours–. Para finiquitar alguna charla o tener algún encuentro casual y común de la naturaleza humana. Cuando se enteró de la muerte, no podía creer que el destino fuera tan cruel como para llevárselo a la morgue de la facultad de medicina como quien por maldad entrega gozoso una mala noticia.

El día anterior al suicidio, Napoleón, después de salir por la ventana del balcón que daba a la calle frente a la casa de Daniela dijo: –Partout où je suis, je t'aim–. Lo que como siempre, era contestado con un mal pronunciado –Au revoir–. Aunque sin embargo, esta vez significaba mucho más que una despedida.

Sus amigos lo hallaron en el terreno abandonado en el cual solían reunirse a charlar todos los sábados por la noche, sentado en una sillita de mimbre de las mismas que usaban para conversar y que tenía un cojín rojo muy mullido. Los ojos estaban abiertos con una mirada pensativa y melancólica, pero que a la vez reflejaba felicidad, una felicidad que solo puede sentir un loco, el mismo loco que fue capaz de amar a Daniela y que jugaba con cucarachas y que odiaba el chocolate. No habrían sabido que estaba muerto de no ser por la pequeña marca de bala cerca de la sien derecha por donde se asomaba un hilito rebelde de sangre y por la nota que decía: “Solo me arrepiento de no haberlo hecho antes.”



Atención
Esta historia es un producto de mi imaginación y los personajes y nombre expresados en ella son falsos e inventados. También así las acciones y lugares descritos. Cualquier parecido con la realidad es mera conciencia. Esta nota no tiene como objetivo herir alguna susceptibilidad por lo que recomiendo se lea con discreción.

Nota
Esta historia no tiene absolutamente nada que ver con mi forma de pensar acerca de temas tan sensibles como el suicidio, espero que no se malinterpreten mis comentarios.

Kevin Yépez



La vida en colonial

Eran muy raras y contadas las veces que se veía por estos tiempos al joven Mario Luis Peña caminar por la Callejuela de los Chismes, solo lo hacía en ciertas ocasiones para acompañar a las hermanas Daza después de su jornada de estudios en el Colegio de Santa Epicena de la Cruz, que quedaba solo a tres cuadras de distancia del hogar de las hermanas.

La Callejuela de los Chismes estaba ubicada en uno de los suburbios elegantes de la gente que había llegado desde la capital del país y del extranjero para explotar los recursos minerales de estas tierras y que habían creado un emporio de oro negro y una pequeña ciudad con urbanizaciones alejadas de la chusma de las locaciones vecinas, y donde no era impropio para un mozo acompañar sin chaperón a dos señoritas después de salir de la escuela.

 La calle estaba entre la Calle de los Perros Castrados y la Calle del Loco Herrera, el mismo que azotaba con el rejo a los caballos y los arrojaba contra los peatones que venían o iban por las aceras de hormigón mientras se trastumbaba con encendidas carcajadas chillonas que parecían provenir del mismo averno y dignas de un señor de las tinieblas en pleno embeleso llevándose almas inocentes. Importante es decir que el joven Mario Luis Peña conocía bastante bien al Loco Herrera y prácticamente lo quería como a un consanguíneo porque había pasado sus últimos días en el Colegio de Santa Epicena de la Cruz junto con él y otro puñado de camaradas, hermanos y hermanas de otras madres, que poco a poco se irían alejando en el tiempo y el olvido. Aunque esta fraternidad amistosa no bastaba para evitar que el loco le hiciera de vez en cuando sus fechorías a caballo.

Mario Luis Peña sabía de varios de los amigos de las hermanas Daza, pues el mismo había conocido en el Colegio de Santa Epicena de la Cruz a Teodoro y Martin de Lüker, hijos de inmigrantes alemanes que habían venido de las tierras del este (de las cuales era oriundo también el joven Peña) para buscar un ambiente más estable para sus dos hijos varones, y había conocido al primero de ellos en las competiciones de poesías a todo pulmón que se celebraban en el colegio. Había conocido también en la casa de estudios a los hermanos Lucio Mariano y María Antonieta Castillo, hijos de uno de los últimos migrantes de la zona central del país. Poco tiempo después conoció en una de las reuniones organizadas por las hermanas Daza en el renombrado Club Social del Norte, a León Jacinto y a Antonio Cuevas hijos de un Obispo católico en jubilación que hacía años se había convertido al cristianismo según Lutero y de su esposa.

A pesar de sus conocimientos y contactos en la Callejuela de los Chismes, este no era aún el mundo del joven Peña, ya que prefería una vida de lectura y ocio más cómoda alejada de los trajines sociales que implicaban las reuniones en el Club Social del Norte, y solo salía de su casa para hacer lo indispensable o realizar visitas oficiales de trabajo a alguno de sus compañero o compañeras, según fuera la ocasión del evento.

No fue sino hasta unos años después, cuando ya la preparación del bachillerato se había consumado y un verano de ocho meses de tedio había llegado a su fin que el joven Mario Luis Peña rescató sus antiguas relaciones con los amigos olvidados Teodoro de Lüker, Lucio Castillo y León Cuevas; con quien compartió, además de con muchos otros y por un tiempo no tan largo el transporte en furgoneta a gas hasta los edificios de La Universidad del Occidente, ubicada en otra ciudad del estado.

La camaradería entre los cuatro amigos era notable en las largas charlas luego de haber visto algún viejo estreno de cines en el proyector en casa de los Lüker. Charlas en las cuales cuestionaban las habilidades de los integrantes de los reñidos debates y absurdos llamados de la razón, para soportar los desamores y el desencanto de las damiselas a las que pretendían y que habían escapado de sus brazos por razones tan simples que era mejor no recordar, y argumentaban sobre los rigores universitarios en las diferentes áreas del conocimiento que cada uno de ellos había escogido para su futuro y de la forma tan pedante que rosaba en lo pintoresco en la que se comportaban algunos profesores, y de los trastornos del sueño que les dejaban bolsas moradas bajo los parpados por los viajes en furgoneta a gas a ciudades retiradas de los hogares.

Fue por estos mismos rigores universitarios y el cansancio del trajín de las horas de viaje y el bochorno del ardiente calor solo conocido por las provincias al este y al sur del país, que el joven Mario Luis Peña debió reconsiderar su círculo de amistades y cayó en la cuenta de que el método de salidas solo esenciales y oficiales había terminado, y de que la amistad no se buscaría sola y los amigos no se mantendrían unidos a base de pan y agua, recordando siempre que: “Todo mundo quiere tener un amigo, pero pocos se toman la molestia de ser uno.”



Atención
Esta historia es un producto de mi imaginación y los personajes y nombre expresados en ella son falsos e inventados. También así las acciones y lugares descritos. Cualquier parecido con la realidad es mera conciencia. Esta nota no tiene como objetivo herir alguna susceptibilidad por lo que recomiendo se lea con discreción.

Kevin Yépez

La nada

“Coño, ¿a ti quien te entiende?” Es la frase más utilizada por mi círculo social a la hora de tratar de averiguar qué es lo que me tiene deprimido. Y es que en efecto ni yo mismo entiendo qué carajo me pasa cuando entro en el ‘modo zombi’, como yo le digo; es una sensación de nostalgia perdida y sin sentido, como querer llorar sin llorar porque no sé cuál es la razón del desasosiego. Es una sacudida de tristeza que ni siquiera encuentra razón, un bajón de azúcar repentino que me deja inerte. Mi sospechosa: La rutina.

Pensando en todas estas cosas me doy cuenta de que pienso demasiado para  una persona atada a la miserable rutina diaria, busco la felicidad como puedo y si la encuentro en mi imaginación la aprovecho. Las preocupaciones me aquejan y me atormento por cosas distantes y lejanas como que ocurrirá cuando terminen las vacaciones, me preocupa el hecho de que los martes y jueves salgo de clases a las 12:00 del mediodía, unos minutos antes de la ruta universitaria pase por el frente de mi facultad; “Si salgo a esa hora, llamaré a Daniela o a Aarón para ver si ya pasó el bus.”

Me trastornan el tiempo y las fechas, las horas de trabajo e incluso creo rutinas dentro de las rutinas para saciar mi obsesión, cosas idiotas como la cantidad diaria de páginas que leeré de tal libro hasta que lo haya terminado. Como una hormiga planeo cada paso de una manera metódica digna de un relojero, leo y escribo para matar el estrés y liberar la mente. Escribo escrutando cada signo de puntuación y acentuado, cada punto y aparte, cada sinónimo y antónimo, hasta que nada tiene sentido y luego veo que solo faltan dos letras para tener un trabajo más o menos decente.

Preocuparme demasiado por las cosas me preocupa demasiado (nótese el cruel círculo vicioso en el que he caído) la verdad es que en algunos momentos me gustaría tener un poco menos de cerebro y vivir una vida más simple y con menos problemas, ser un estudiante sencillo de una carrera sencilla: uno más del montón. Me molestan los que claman por paciencia pues es bien sabido que la paciencia no siempre da conocimiento, de hecho, en más de una ocasión la paciencia ha sido la madre de tristes desastres. Gabriel García Márquez escribió allá por los tiempos del cólera “La sabiduría llega ya cuando no sirve para nada”, lección que aprendieron viejos y tristes los personajes principales de la obra.

No preocuparse es algo difícil de hacer pero como decía la cuña “no digas que no, si no lo has probado”



Nota: Creo que al escribir esta publicación de alguna forma me sentí un poco feliz, a lo mejor es porque me desahogué un poco, saque usted sus propias conclusiones.

Kevin Yépez

El muchacho y el perro

Era un día caluroso y las calles estaban atestadas de gente, el muchacho estaba sentado con su perro mientras esperaba nada en una banqueta pública frente a la terminal de pasajeros. El joven se llamaba Alejandro, se le notaba algo cansado y se veía la grasa derretida por el calor en su cara. Había caminado un buen trecho y aun le esperaba mucho más por transitar, no había rumbo, solo un camino y apenas una meta que parecía ser un sueño. Debía encontrarse con sus familiares en otra ciudad bastante alejada.

Sus padres habían muerto en un accidente de tránsito hacia unos cinco años o algo así. Vivía solo con su abuela y Paco, su perro, en una casita de alquiler que ya tenía varios de meses de mora cuando ella murió. La vejez se la había llevado y a nadie parecía importarle mucho la suerte del muchacho.

Tenía solo una semana para desalojar su pequeño hogar de paredes de ladrillo rojo y tejas de adobe si no pagaba la deuda con la que cargaba. Las provisiones de alimento y dinero eran de por si escasas, y sabía que no podría afrontar ese inconveniente. Tendría que marcharse. Pero ¿A dónde? Ya hacía tiempo que su cielo se había derrumbado, todas las noches rompía en un llanto incontrolable al sentirse frustrado de lo cruel que había sido  el destino al momento de la repartición de vidas y de sentir que su Dios le había dado la espalda.

En esas últimas noches en la casita, Paco era su único consuelo. Lamia el salado de las lágrimas de sus mejillas y ladraba casi con cariño para tratar de animar a su joven amo. Paco fue el último regalo que recibió de sus padres, era apenas un cachorro para aquel entonces pero ya tenía una hermosa melena color arena. Desde entonces, crearon ese vínculo especial de un niño y un amigo, esa relación de camaradería en cosas simples como en darle de comer los desabridos huevos de la abuela por debajo de la mesa del comedor.

Alejandro sabía que ya aquellos recuerdos se veían un poco alejados de la realidad, el tiempo no se haría esperar y pronto habría que partir en busca de un acomodo para nada asegurado en el que tal vez la vida sea un poco más llevadera.

También sabía que parte de su familia se encontraba en una pequeña ciudad cerca de la capital del país y que probablemente (o al menos eso deseaba el), lo recibirían por lo menos por un tiempo, lo suficiente como para conseguir un empleo y quizás terminar sus estudios. Era demasiado para un chico de quince años.

En el frente de la terminal, Paco estaba sentado junto a él, parecía contento de contemplar a los transeúntes mientras estos realizaban su rutina diaria. Alejandro adoraba a aquel perro. –A veces quisiera ser un perro– Se le oyó decir mientras Paco se enroscaba alrededor de su pierna. –Andando Paco, es hora de irnos. Ojalá que a mi tía no le moleste que llegue sin haber llamado antes–.

Nunca volví a ver a Alejandro, pero mi pana me dijo que lo había visto en la universidad; que estaba contento y que ya se iba a graduar. Al final, muy al final las historias siempre tienen un final feliz, sólo que los pesimistas nunca se molestan en escribirlo.



Atención
Esta historia es un producto de mi imaginación y los personajes y nombre expresados en ella son falsos e inventados. También así las acciones y lugares descritos. Cualquier parecido con la realidad es mera conciencia. Esta nota no tiene como objetivo herir alguna susceptibilidad por lo que recomiendo se lea con discreción.

Kevin Yépez

Amor de verano

Sábado, 14 de agosto de 2010.
11:25pm

Quisiera poder hablar de varios temas; Dios, sexo, amor, sueños, libertad, odio, maldad. Estas cosas van y vienen en mi mente y realmente me hacen divagar, eso tomando en cuenta que debo estudiar para el examen de Álgebra Lineal de este lunes. Creo en que si me esmero un poco podré hacer alusión a varios de estos temas si dar muchas vueltas y tener todo el día de mañana para darle algo de cariño a mis estudios.

Este verano ha estado plagado de cosas que me ha hecho pensar, los días no han sido vacíos, no son esos días que no dejan un recuerdo de toda la vida. He recibido llamadas inesperadas, decepciones, alegrías, posibles amores. Pero sobre todo, he visto que me parezco bastante a la gente que me rodea y que de una forma u otra todo está conectado.

Es algo así como cuando te das cuenta que uno de tus compañeros de clases, el que vive más lejos de cualquier lugar que conoces, también es conocido de quien fuera uno de tus mejores amigos. Esta clase de cosas hacen que mis certezas se vengan abajo. Pero a la vez me hacen recordar que nada está escrito, el destino no es real, pero tampoco lo es el azar. Albert Einstein dijo alguna vez: “Dios nos juega a los dados”. Tal vez sea porque todas las probabilidades estén a su favor, o simplemente porque los dados pueden jugarle una trampa.

“El infierno de Dios es su amor por la humanidad”. Esta frase me hace pensar en cuál es el sentido del amor, ¿Dios puede sufrir por su amor? ¿Cuál es el propósito del amor? ¿Para qué? Puedes pasar quinientos días de verano, pensando que ese es el paraíso en la tierra, la gente ayudará creando una estatúa de los dos con toda esa mierda de que “Son una linda pareja” y aun así sufrir como un imbécil a la hora de darte cuenta de que toda tu realidad es una mentira y que terminarás disparando botellas contra ti para sacar el dolor de tu mente. “Esta no es una historia de amor, es una historia acerca del amor”.

Las personas buenas no existen, básicamente porque una moneda solo puede tener dos lados y al arrojarla al aire no puede caer de los dos al mismo tiempo. El bien implica la ausencia de maldad y viceversa, pero la maldad es humana. Si nadie puede ser bueno entonces, ¿Puedes amar realmente a alguien? La respuesta a esta pregunta es si, por muy tonto que parezca, si se puede amar. Sin embargo puede llegar a ser peligroso, pues por naturaleza no somos conformes y siempre habrá alguien mejor a quien amar. Aunque supongo que al final vale la pena, el verano pasa y siempre conocerás el otoño…


Atención
Esta nota es totalmente ficticia: "Cualquier parecido con gente viva o muerta es pura coincidencia... Especialmente contigo, Jenny Beckman... Perra."

“Eso lo escribió otra persona pero no por eso deja de ser real.” – Eso también lo escribió otra persona e igualmente sigue siendo real.

Domingo, 15 de agosto de 2010
12:55am

Kevin Yépez

Mi lucha

La alarma del teléfono celular suena rimbombante a las 3:25am, normalmente la ignoro hasta que me regala otros cinco minutos de descanso, solo para robarme el delirio de que podré tener el aliento de saludar al sol desde mi cama [iluso]. Como todos los días, bajo al fondo de mi casa, me cepillo los dientes y lavo mi cara, me quejo del idiota que dejó un desastre de agua regada en el lavadero y me preparo para tomar un vigorizante baño de agua enfriada por la noche. Antes de pensarlo dos veces, ya he desayunado y estoy listo para salir de mi hogar, varias horas antes de que alguien se moleste en darse cuenta de que no estoy.

Como todas las mañanas, espero con impaciencia el transporte escolar, “la ruta”, que me dejará frente a la facultad de ingeniería, en una avenida muy transitada de una ciudad muy calurosa donde nadie es amigo de nadie y todos funcionamos muy al estilo inglés “Yo no tengo amigos, sólo tengo socios estratégicos”.

Antes de comenzar la expectación por “la ruta”, tomaré mi número mientras ruego a los cielos porque al chofer del autobús esté de humor como para no dejarnos encallados en el pueblo de los aburridos, lanzando improperios contra su pobre madre, quien probablemente no tenga nada que ver en ese asunto. Saludaré a los conocidos y me sentaré en algún lado esperando ver una cara amigable para amortiguar un poco el estrés del día anterior y poder olvidar el hecho de que falta más de una hora para que amanezca. Siempre hay alguien con quien hablar, no se puede olvidar que somos todos soldados de la misma guerra, muy a pesar de que las batallas sean distintas y los enemigos muy diferentes. Molestaré a cualquiera hasta que se aburra con mis discursos y saldré caminando al trote, sobrecogido por la simple emoción de ver “la ruta” llegar, matando de una puñalada en la espalda la preocupación por entrar tarde a la clase de geometría.

Detesto ir en el autobús, por alguna razón no puedo dormir en esos buses del carajo, por lo que le confió mi entretenimiento a la música y a las redes sociales que me presta mi buen y odiado compañero de viajes; Mi celular.

Al llegar a mi futura Alma Mater, desperezo mi cuerpo, y trato de olvidar esas dos horas de viaje, el reloj marca 6:40am, aprovecho los veinte minutos libres que me quedan para desayunar de nuevo y discutir con mis compañeros sobre si seré capaz o no de aprobar el examen de hoy.

Lo siguiente es bastante sencillo hablando en términos prácticos y obviando todos los pequeños y grandes problemas que acarrea el hecho de poder de hacer tres de las cosas más importantes de la vida: comer, estudiar, comer y volver a casa de la misma manera en la que llegué en primer lugar, para prepararlo todo para el día siguiente, la lucha continua, el combate no ha finalizado, la marcha es lenta pero aun así continua siendo marcha.

Ya para terminar…
Dejando a un lado lo egoísta que pueda sonar el titulo de esta entrada (esta nota pudo llamarse "Nuestra lucha", total, que es la misma miseria), pero debo aclarar que simplemente no lo es, y no lo es por una razón muy sencilla; a pesar de que parece que comparto esta batalla con el enorme número de estudiantes que también combate día a día, no lo hago, de hecho, dudo que cualquiera de nosotros esté interesado en hacerlo, a fin de cuentas nadie quiere cargar con las contrariedades de otro, y menos aun cuando ya se lleva en la espalda un voluptuoso número de estas problemáticas compañeras.

Kevin Yépez

Entre amigos uno se entiende

No si será por mi asquerosa obsesión por el futuro ó porque muy en el fondo yo también creo que existe gente buena este mundo, pero siempre me llena de preocupación y de nostalgia pensar en lo que pasará con la relación con mis amistades en un futuro no tan próximo.

Siempre me la paso recordando que cada vez que termina una etapa de mi vida, normalmente aparece una nueva tanda de compañeros que sustituye a la anterior, y sé que esta tanda también será reemplazada, entonces, ¿para qué molestarse por lo que pasará después? Simplemente porque, tal vez, en mi subconsciente espero mantener el equilibrio en mi vida, quiero que todo este en un orden preestablecido, donde todo sea perfecto, “La vida de la leche y la miel”, pero luego recuerdo que, al final, es bastante difícil que eso suceda. No quiero parecer poco optimista con esto, (aunque lo haga), pero la gran escuela me ha enseñada que es así como suceden las cosas.

Así que ¿Cuál es la respuesta? Tal vez sea muy egoísta como para dejar ir a las personas que me importan, tal vez sea porque, de hecho, me importen, no lo sé ni estoy interesado en saberlo, pero me inunda una súbita tristeza al pensar en mi futuro y acordarme de que probablemente ninguno de mis compañeros de semestre esté en el, de que muy probablemente ni uno solo de mis colegas de la infancia, adolescencia, colegio o liceo me dé una palmada en el hombro y se burle de mi cuando me vea disimular el llanto y la emoción al sostener a mi primer(a) hijo(a), o que ninguna de mis amigas se escape corriendo cuando reciba el ramo de flores de mis esposa en sus manos el día de mi boda, o que ningún domingo por la mañana recibiré una llamada de alguno de mis compañeros de viaje diciendo: “Compadre vamos a echarnos una pea hoy, ¿o qué?”.

Sé que lo mejor será que no piense en eso por ahora, trataré de hacerlo, y quizás no lo logre, pero hasta el momento en el que me estrelle con mi futuro no sabré que será de la gente que es importante de verdad y ni siquiera de mi mismo, pero Dios sabe que intentaré que pase lo mejor.

Ya por ultimo haré alusión al título de esta nota, y es que es mejor malo conocido que bueno por conocer…

Dicho esto, no me queda más que despedirme y decir adiós hasta la siguiente entrada.

Kevin Yépez