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sábado, 18 de diciembre de 2010

Cuatro párrafos de amor sin nombre

Solo Dios sabe cómo me gustaría hacerte feliz, dejar de ser el malo de la película por un solo día, darte las alas que te he quitado. Quisiera enseñarte un mundo de libertades y borrar las lágrimas de tus mejillas, hacer sordos tus gritos impacientes y enseñarte los caminos que te depara la vida. Pero de tal manera te amo, que siento que me he vuelto la cadena que te aprisiona y arranca la libertad que tanto anhelas. Quisiera irme lejos para que alguien te de esa felicidad libertina que yo me niego a entregarte por tu seguridad.

Mi amor es tan grande que nada en este mundo sería capaz de apartarme de ti, ni siquiera el peor de los errores, porque es un amor tan enorme  como el poderoso huracán que arrasa con todo. No soy tu luz, pero siempre he querido serlo  y quizás allí esté mi error, porque tu alma es más impetuosa que la mía y solo mis fuerzas pueden detener sus arranques de rabia y a la vez alimentarlos de tal manera que ya no puedo controlarte y solo me quedan las ganas de llorar que me contagiaste.

Los jueces de paz que contratas para aniquilarme nunca te dan la razón y yo me salgo con la mía para seguir llevando tus riendas hasta que explotes y me hagas darme cuenta de que no soy tu jefe, aunque nunca he intentado serlo. Solo quiero lo mejor para ti. En algún momento de tu vida esperes que todo lo que hago, lo he hecho por el amor que siento hacía ti.

Solo Dios sabe cómo me gustaría hacerte feliz, dejar de ser el malo de la película por solo un día… Pero es tan difícil hacerlo…


Kevin Yépez

martes, 14 de diciembre de 2010

Las tres teclas dañadas del piano


Es de madrugada y estoy despierto, no ha sido una noche particularmente buena, simplemente no logro dormir y siento mucho dolor en el cuello por tanto cambiar la posición de las almohadas. A pesar de todo cierro mis ojos esperando el sonido de mi alarma para iniciar el día, faltan aproximadamente cinco minutos, lo sé, acabo de ver la hora. Me levanto como quien quiere y no quiere y empiezo.

Sí, estoy despierto, la tediosa rutina matutina que siempre ha sido mi lucha está casi terminada, es la hora de esperar el autobús a la gran ciudad. Me encuentro con Angélica y con Dimitri, comenzamos una charla y esperamos el autobús. El autobús llega a la hora de siempre, era una madrugada en la que me encontraba particularmente cansado y decido dormir unos minutos antes de llegar a la ciudad, pero los mensajes de mamá anunciando las diligencias de hoy me trasnochan el día y simplemente hago lo de siempre: soñar despierto e imaginar cualquier locura que quisiera que sucediese, empiezo a maquinar la disparatada idea de ingenieros estudiando anatomía.

Ya estoy en la ciudad, faltan algunas horas para comenzar mis funciones de hijo bueno y concluyo que estoy a punto de morir de hambre, pero no es ningún problema, ya Angélica y Dimitri me acompañan al cafetín de la facultad. Mientras comemos, se acerca la segunda chica más extraña del día, comienza a decir una cantidad de cosas que dan miedo y risa a la vez, pero su tono cambia y aquí comienzo a prestar atención a todas sus palabras y mi mente las mastica lentamente para poder digerirlas fácilmente; la chica está enamorada y piensa que nadie se da cuenta.

Se hace tarde, entramos a una de las plazas de la facultad y nos encontramos con León y Rafael, quienes están esperando que comiencen sus respectivas clases, en un momento todos parecen tener que hacer algo y estoy solo conversando con Dimitri. Otro giro, todo el mundo está de vuelta y León está irritado porque su clase de inglés no ha comenzado aún, cuando llega el momento de irse decido asistir también a la clase, la más aburrida en la historia de los idiomas modernos. Una vez finalizada, León tiene que guardar su equipaje de viaje, lo acompaño, charlamos un poco y tomamos caminos separados, ahora estoy solo de nuevo.

Estoy en la calle, necesito un autobús, miro la hora y veo que estoy bastante retrasado para cumplir con los deberes de un hijo excelente. Llega el autobús, me encuentro con una vieja amiga y me siento a su lado, hablamos de temas absurdos y que aparentan ser filosóficos (son los más entretenidos), se suceden unos segundos de silencio y me pregunta: –¿Cómo es el semen?–. La miro horrorizado mientras indago qué clase de pregunta tan absurda es esa, ella me devuelve una mirada irritada y dice:
–Sabes perfectamente de lo que hablo, tienes dieciocho años, tienes que haberlo visto en tus manos unas cuantas veces.
–Esa es una realidad a medias, yo no… –Pero me interrumpe a mitad de la oración.
–No te hagas el listo conmigo, ¿Me vas a explicar o no?
Medito mis palabras para ser y no ser grotesco, –Es como mocos, pero blanco y huele bastante extraño. ¿Feliz?
–Mucho
¿Por qué quieres saberlo, de todo modos?
Se le dibuja una sonrisa de sien a sien, se levanta del asiento y me da un beso cerca de los labios, –Simple curiosidad –dijo–. Pongo mis brazos alrededor de su cuello y la acerco para abrazarla, le digo al oído que está demente y ella vuelve a sonreír y me dice: –No te imaginas como me encanta estarlo–. Baja del bus en la siguiente parada, yo lo haré cuatro cuadras más adelante cerca de la tienda de electrodomésticos donde se supone haré el presupuesto necesario para renovar algunas cosas de mi casa.

Salgo de la tienda, me encuentro con un par de compañeros de clases que me recuerdan los trabajos que hay que entregar para la semana que viene. No tengo tiempo para eso, sigo con mi camino. He terminado mi trabajo pero se acerca la hora del almuerzo y siento que el hambre de verdad podría matarme esta vez, así que comienzo la retirada a la universidad nuevamente. Reviso mi teléfono celular; un mensaje de la compañera del autobús:
–Los hombres son muy raros, pero a ti te quiero.
Esta vez soy yo el que sonríe, por un momento me hace profundizar en la locura de sus preguntas, pero llego a la conclusión de que no tienen sentido alguno. Aprovecho para escribirle a mi amiga Angélica que me espere en algún lugar ubicable para ir a almorzar.

Al llegar al lugar, encuentro a Angélica con su amiga extraña, ella está pálida y con las manos frías como el hielo (aún está enamorada). Mi amiga me explica que debe hacer unas cosas y que no podrá acompañarme al Comedor Universitario, así que invito a la otra chica, ella acepta comenzamos a caminar. Pasamos al lado de la morgue de la facultad hasta un pequeño camino de baldosas rojas y luego por otro camino de concreto hasta llegar al Comedor, donde convenientemente nos encontramos con León, su amigo Damián y otro grupo de estudiantes que los acompañan, mientras nadie mira nos hacemos más corta la fila para entrar a comer y continúa la charla hasta el momento de almorzar. El tema es música clásica, a pesar de que conozco el tema, me siento excluido porque no estoy al tanto de los tecnicismos que para ellos parecen novatadas, disimulo bien y continúo casi escuchando.

Han pasado unos minutos, nos despedimos de la amiga de la chica enamorada a la que nos habíamos encontrado después de comer. El tema de conversación no ha cambiado, solo el contexto y la chica comienza a dibujar un instrumento musical y se lo regala a uno de mis amigos, pero se hace tarde para ella y tiene que despedirse también. Damián, León y yo continuamos charlando hasta que Damián debe irse a preparar para su concierto de esta noche. No sabía nada de ese concierto y me animo a asistir porque jamás he podido escuchar una orquesta en persona, pero primero me esperan dos horas de Anatomía: abdomen, omentos y región inguinal.

Termina la clase y León se debate entre ir de una vez al concierto en la universidad prestigiosa que está cerca de la costa o ir a su casa a cambiarse de ropa, (los uniformes de la facultad no son exactamente elegantes). Finalmente se decide por irse de una vez, esperamos el autobús, el viaje es largo y nos toma cerca de media hora llegar al auditorio donde se celebrará el concierto.

Atravesamos la calle y estamos en la entrada de la universidad más cara de la ciudad para ver un concierto de piano, música de Beethoven. Mi compañero todavía se pregunta si debía haberse cambiado de ropa en su casa antes de venir a este lugar, realmente no parecemos encajar muy bien a la vista de toda esa gente refinada, pero al final ya no importa. Una llamada telefónica y una broma después nos encontramos con otro de los amigos de León, que nos está esperando en la entrada del auditorio y nos cuenta sobre posibles problemas técnicos con el piano, aunque no le damos demasiada importancia. Subimos y bajamos escalerillas y estamos en el lugar vacío. Buscamos asientos perfectos de tercera fila y delante de nosotros la orquesta sinfónica juvenil, no podemos ver a Damián, es difícil encontrarlo entre el amasijo de músicos e instrumentos y el señor gordo de cabello blanco que habla sin parar de los viajes exóticos que pueden hacer las personas que saben apreciar la música. Los dos muchachos que me acompañan están hablando sobre cosas que desconozco o no me interesan, me ponen al tanto de algunas de ellas, pero yo sigo solo en mi mundo viendo las cosas que me parecen importantes.

Veo entrar a una señora que me parece extrañamente conocida hablando en voz alta por teléfono y diciendo al que la escuchaba del otro lado que el concierto se había cancelado y que no era necesario que viniera, estoy un poco nervioso pero estoy seguro de que ella no tiene razón. Detrás de la mujer vienen dos muchachos; una chica y un chico que se sientan al lado de ella en la fila de adelante, pero apartados de nosotros. Me distraigo un momento y volteo para decir algo a uno de mis compañeros, miro de nuevo, otro muchacho está en el asiento del frente. La voz de la mujer me aturde y le dedico una mala palabra casi muda, pero de inmediato el muchacho del frente se voltea, me mira con odio, camina y se sienta junto a la mujer. Tengo mucha vergüenza, pero también muchísima curiosidad por sus ojos, parece que quiere llorar. Analizo bien mi insulto y nada, imagino que el tipo está loco y me burlo de él en mi mente.

El señor de cabello blanco sigue hablando con los músicos. Un hombre entra y le dice algo al oído, el señor continúa hablando con la orquesta y luego le dice todos que el concierto está cancelado, el piano se dañó a último minuto, tres de las teclas están inservibles. Ruido de instrumentos guardándose, padres acercándose al escenario, músicos medio decepcionados y medio felices. Damián se acerca a nosotros y se sienta en uno de los asientos vacíos y todos comenzamos a conversar, nos cuenta sobre un posible viaje a Roma y algo acerca de que debe practicar mucho para poder ir. La gente ya está saliendo.

Estoy concentrado en el muchacho de ojos llorosos y en la mujer, se movieron a las filas de atrás y están discutiendo, Damián me mira y voltea. –Es el pianista –dijo–. Yo también estaría molesto si a última hora me quitaran mi momento de brillar después de haberme preparado tanto.

Nosotros también comenzamos a salir, aunque todavía puedo escuchar al muchacho discutiendo y a la mujer respondiéndole: –¿Qué quieres que haga? Tres de las teclas no dan sonido, si pudiera arreglarlo lo haría.

Estamos afuera, todo el mundo está hablando. El cielo está oscuro. Me doy cuenta de que no sé cómo salir de ese lugar, mi corazón está acelerado y estoy sudando frio, pero lo disimulo bien, no hace falta salirse de control por ahora. Hay mucha gente a mí alrededor y tengo dinero suficiente para pagar varios viajes largos en taxi. Vuelve la calma y le informo a mis amigos que debo irme antes de que se haga más tarde, me despido de ellos y comienzo el aburrido viaje en taxi hasta casa de unos familiares, donde mamá me espera.

El transito es terrible y el camino se vuelve incluso más dilatado, pero no importa porque estoy en mi mundo otra vez, viendo y escuchando lo que quiero. Me acuerdo de la mujer que hablaba en voz alta y lo recuerdo perfectamente, es profesora en la facultad de arquitectura de mi universidad, pero eso es algo que pienso investigar luego.

Estoy en mi casa, saludo a mi familia, entrego los recados de mi madre y voy a dormir. Ha sido un día muy largo… Mañana… Mañana escribiré otra historia.


Kevin Yépez

martes, 23 de noviembre de 2010

Anatomía I para Ingenieros

Prefacio: Errores que matan y viceversa.
La prueba obligatoria de ingreso a la universidad había terminado, fui uno de los primeros en salir del aula donde la habíamos presentado. Caminaba tranquilamente hasta que me encontré con un compañero de clases, le pregunté  qué carrera pensaba estudiar y su respuesta inmediata fue: Medicina. Un chasquido me hizo regresar a la realidad, a esa realidad que me había planteado tantas veces hasta que me vi en el primer año de bachillerato y decidí que no quería molestarme estudiando por siete años cuando podía ser un ingeniero en solo cinco. No me di cuenta de mi error hasta un año más tarde. Ahora que lo pienso, de haberlo hecho tal vez habría corrido a rogarle al profesor que aplicó la prueba que me diera una segunda oportunidad, quizás alegando una mentira, algo así como que: “No me había fijado que debía marcar la opción E para No estoy de acuerdo y la opción A para Completamente de acuerdo, pensé que era al revés.” Sin embargo no lo hice y ahora debo estudiar no siete, sino quizás hasta ocho años, eso si Dios lo permite, pero ¿saben qué? No me arrepiento y más tarde diré por qué.

– ¿Qué quiere ser mi sobrino cuando sea grande?
– Cardiólogo tía.

Introducción a la Ingeniería: Álgebra Lineal, Cálculo I y Geometría.
Desde las primeras semanas de clases en la Facultad de Ingeniería en aquella ciudad calurosa y de gente que no se preocupaba por los demás de la que hablé hace ya mucho tiempo, sabía que había cometido un error táctico al elegir mi carrera y más aún; mi camino en la vida. Aunque ciertamente pensaba que no sería un problema ser un profesional al que le habría gustado estudiar otra carrera, después de todo y a pesar de todo, amaba y creo que aun amo la ingeniería, además de que no sería ni el primero ni el ultimo al que le ocurriera ese pequeño gran infortunio. Mi familia se sentía orgullosa de tener al primer ingeniero en la familia (después del fiasco que había logrado ser uno de mis primos, quien por cierto, espero pronto se gradúe de contador o economista, la verdad no sé qué estudia).
No sé si por algún  método erróneo de estudios (sé que los hubo), o porque en realidad no nací para los números, en menos de un mes me vi abrumado por las bien y mal llamadas “Tres Marías”, esas membranas semipermeables a través de las cuales se debía pasar para saber si en realidad se tenía madera de ingeniero.

 Súbitamente, mientras me encontraba viajando a 400Km/h avisté un muro que no podría evitar, me estrellé contra él con toda la fuerza que se pueda imaginar, pero sobreviviría (aún estoy herido, pero sobreviví).

Realmente me estaba hundiendo en el abismo más profundo  que mi vida había visto, pero tristemente para mí, solamente había comenzado el descenso.
Olvidaba decirlo, en este periodo conseguí a muchos de los mejores amigos que se pueda pedir y con los cuales me gustaría compartir mi futuro o al menos parte de él, pero estoy divagando.

Verano color fecal: El Álgebra es para locos, “especialmente contigo, Jenny Beckman… Perra.”
Si el odio se pudiese medir, habría que inventar escalas nuevas para la aversión que sentí y siento por la cátedra de Álgebra Lineal (no quiero culpar a nadie, pero estoy seguro que es gracias a la profesora).
Pasé un mes de vacaciones metido de cabeza en la universidad (estaba seguro de que no sería capaz de aprobar álgebra así que decidí tomar un curso de verano). Me pasaba toda la semana en aquella ciudad calurosa, siempre esperando cada viernes para volver a mi casa, a pesar de todo, uno puede llegar a amar incluso el pueblo más pequeño y aburrido cuando se arraiga a él. Aunque en aquel momento esa enorme ciudad no era el lugar más entretenido en el que se podía estar, gran parte de mi día se pasaba en horas de constante estudio, pero una parte mayor de ese día se pasaba en horas y horas de tedio, mis niveles de estrés comenzaban a rosar niveles que nunca antes había experimentado y espero jamás volver a experimentar. A estos días los bauticé: Días semi-infinitos. Pero esta es solo parte de la historia de aquel verano.
Cada viernes por la tarde, sábados y domingos recogía los frutos de las amistades que había cosechado. Me hice de un grupo de compañeros “reciclado”, personajes a los que de una forma u otra había olvidado, me recogían en su seno y ahora formaban parte fundamental de la vida (y siguen haciéndolo). Estos dos días y medio de descanso resultaban ser el alivio a los otro cuatro de aburrimiento y estudio. El simple hecho de tres o cuatro personas reunidas para ver películas o jugar algún videojuego, o hasta quizás simplemente hablar de temas que parecían filosóficos e importantes, esos pequeños detalles, esas simples cosas pueden salvar a un hombre de la locura o algo peor.
Finalmente el verano termino, tuve otro mes de vacaciones tan relativamente normales y entretenidas que preferiría no contar ya que se ha vuelto algo irrelevante y me desviaría más del tema (aunque hasta ahora no se cual sea). Pero sigo divagando.

– Dios te doy gracias por mis amigos porque sé que en ellos habita tu presencia y compañía.

De vuelta al abismo: Tocando el fondo de los fondos.
Recuerdo que aunque me levanté a la hora habitual de asistir a clases aunque sabía que ese día no ocurriría tal cosa. Ese día visitaría por segunda vez la Facultad de Medicina. El hecho es que tenía que asistir a una clase que no quería ver de Geometría, pero en su lugar, decidí acompañar a tres de mis amigos (dos chicas y un chico) a buscar su carnet estudiantil y consignar algunos documentos que les eran requeridos… Increíblemente me enamoré de un edificio.
Al día siguiente me avisaron que aunque presentara la siguiente prueba de Cálculo I y la aprobara con la nota máxima muy difícilmente lograría aprobar la cátedra y la decisión final quedaría en manos de aquella profesora a la que no odiaba ni apreciaba lo suficiente. Ese mismo día decidí abandonar la materia, pero decidí una cosa más importante aún y pude hacerlo gracias a que los duros golpes y gratas emociones recibidos el verano que había pasado estudiando, vagando y charlando me habían enseñado a poner mi vida en perspectiva, a decidir lo que en realidad podía hacer con mi vida y que en mí, así como en cada persona hay un poder infinito que nos permite ser y hacer cuanto queramos mientras queramos. Debe tomarse en consideración que para aquel entonces el estrés acumulado por los deberes y una enorme cantidad de factores terribles que ni siquiera quiero recordar, me había hecho tocar fondo (o eso creía yo); estaba destruido y aunque lo intentaba no lograba armar mi propio rompecabezas. Sin embargo una decisión enorme se había tomado, y esta vez era yo el que había arrebatado las riendas de mi destino: Estudiaré medicina.
Me he dado cuenta ahora de que había basado mi felicidad en satisfacer las expectativas de otros, bien sea mi familia, profesores e incluso otros compañeros. Después de todo, un muchacho que termina el bachillerato a los quince años de edad no puede ser sino un genio en cualquier área del conocimiento conocida por el hombre e incluso algunas áreas conocidas solo por algunos primates inferiores. No soy y nunca he sido un genio, simplemente he tenido la habilidad de aprender las cosas más rápido aunque no creo que esta habilidad funcione bien para las matemáticas.
Ahora el control de mi dicha estaba en mis manos pero realmente no sabía cómo hacerlo funcionar, iba a estudiar medina y eso me hacía feliz, pero las preocupaciones por limitantes y requisitos que ahora parecen absurdas habían terminado destruyéndome, en un intento desesperado por reorganizar mi vida había conseguido que el fondo de los fondos no fuera lo suficientemente profundo y tenía que seguir hundiéndome hasta que alguien lanzar una soga o me ahogara.

Las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas.
Un día en el que me sentía particularmente desanimado comencé una charla cualquiera con uno de mis amigos vía chat electrónico, no parecía nada del otro mundo porque para aquel momento tenía mi mente en otro sitio: reunir los requisitos necesarios para el cambio de carrera. Si mal  no recuerdo el también estaba resolviendo sus propios asuntos. La conversación se había enfriado y estaba a punto de apagar todo e irme a dormir cuando me preguntó si había algo particular que me molestase últimamente. Mis escudos encontraron una intromisión que intente destruir de inmediato y dije algo casual como: “No, todo bien”. Aunque en realidad no había nada bien, y él lo sabía porque había tomado nota de mi hábito de escribir y de esa forma logró atravesar la frontera que pensé estaba más protegida: mi mente. Aunque para no dar tanto crédito, no era tan difícil, últimamente todos mis comentarios y cualquier cosa que escribiese sonaban, o mejor dicho, se leían sufridas y oscuras.
Yo mismo sabía que ese comentario casual no era para nada convincente así que no me sorprendió la insistencia sino la razón por la que bajé mi guardia, una especia de pregunta/chiste: “¿Vas a ser papá?” Explote en una carcajada aunque aún hoy pienso en esa pregunta y me doy cuenta de que la mayor parte de mi sufrimiento fue causada por mí mismo, de hecho, somos padres y madres de nuestro sufrimiento. Quiero decir, de haber sido esa la realidad, habría tenido un gran inconveniente entre manos, y más que eso, una responsabilidad enorme que habría eclipsado cualquiera de mis problemas para aquel entonces.
Irónicamente aquellas cuatro palabras en broma, desactivaron mis defensas, describí la forma y figura de mi amargura y su campo gravitatorio externo, no pedía ayuda, pero la necesitaba. Mi amigo comenzó a contarme sucesos a los que sería difícil hallar sentido en situaciones corrientes como cuando se toma café con galletas en una tarde. Me habló de Dios y de cómo aferrarse a él concede la paz necesaria para seguir avanzando. La charla duró por varias horas que parecieron minutos (al menos para mí), porque estaba escuchando lo que necesitaba, el súper pegamento para armar mis propios pedazos: la paz y más que eso, la forma de llegar a ella: Dios.

Bendito sea el Dios y padre de nuestro señor Jesucristo, padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos nosotros también consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios. (2 Corintios 1:3-4)

Arpegio y uso de la mano derecha.
A pesar de la rumba de errores cometidos no me arrepiento de ninguna de las estupideces que hice a lo largo de estos dos años y no lo hago porque me ayudaron a emprender mi propio viaje espiritual, mi propio camino de Compostela, a conocerme como ser humano y a reconocer a los demás como tales.
La novela que estoy leyendo actualmente habla acerca de un pueblo llamado Vitoria y de su catedral, la catedral de Santa María, que había sido construida siglos atrás y que a lo largo de esos siglos había sido cambiada y modificada, paredes se habían construido aquí y demolido allá, se habían puesto andamios de metal para reforzar y proteger el interior. El autor de esa novela dice que cada uno de nosotros es esa catedral, adaptándose y remodelándose para evitar el colapso, siempre protegiendo el interior, donde están los vitrales pintados y las reliquias valiosas.
La vida es una escuela donde se está en constante aprendizaje, pero algunas cosas tienen que suceder primero para dar lugares a otras. Para poder afinar una guitarra es necesario conocer el sonido de su sexta cuerda ya que cuando se conoce este se puede afinar las demás cuerdas a oído.

“Mi quinta cuerda debe sonar igual que mi sexta cuerda en el quinto traste” – El joven instructor de guitarra.

Aquellos dos años dejaron marcas que serán imposibles de quitar, son cicatrices que llevaré como medallas, símbolos de cada batalla que luché y gané.
Aprendí que no hay cosa más fácil que enamorarse y más difícil que olvidar al amor, cuando se quiere a esa persona que no se debe, esa chica que no siente lo mismo o un amor que es sencillamente imposible.
Entendí que la amistad puede ser amorfa y convertirse en un lazo casi sanguíneo. Aprendí que quizás cosas que me eran quiméricas en un tiempo ahora son hechos tangibles y demostrables.  Aprendí que los errores pueden resolverse cuando hay convicción en el hecho, pero que son esenciales a la hora de aprender. Ahora sé que no debo odiarme por lo que pudo haber sido y no fue, sino que debo tomar nota y evitar atentar contra mí mismo más de una vez.

Finale
Aún no está el cupo en mis manos, no sé si hará efectivo el cambio de carrera aunque tengo fe en que lo lograré, y mi mentalidad ha cambiado lo suficiente quitarme la seguridad de que seré un cardiólogo (personalmente prefiero la neurología). ¿Pero no será suficiente con lo que ya he recorrido? ¿No es suficiente aun lo que ya se? La respuesta es no, y esto porque es simplemente abstracto recorrer todo el camino de la felicidad si llegar a ella, no sirve de nada nadar para morir en la orilla porque es lo mismo que morir en el gran océano. El destino está en nuestras manos y nuestra fe funciona como una moneda de dos caras iguales.

– Yo hago mi propia suerte, yo soy mi fuerza. El Señor es mi pastor; nada me faltará.

Kevin Yépez

domingo, 10 de octubre de 2010

La vida secreta de ***** Springs

Adormecido observa la hora en su teléfono celular, para ese momento ya son las 2:51am, tiene apenas un par de horas antes de que Papá se levante y descubra que pasó la noche en otro sitio, no es la idea, así que se despereza y comienza a vestirse, cuando ya tiene los zapatos puestos, se da cuenta que no encuentra su franela de rayas verdes. –La mesa de noche…– dijo en voz baja recordando la locación de lo que buscaba de una manera casi inconsciente, ya todo estaba listo, podía partir oculto en la noche, sabía que nadie iba a notarlo porque había hecho el recorrido muchas veces y conocía los atajos y hasta las manías de la señora chismosa que vive frente a su casa. Antes de salir, le atravesó la mente como un rayo, casi se sintió mal al recordar que no se había despedido, siempre lo olvidaba. –Adiós, te amo…– le dijo a la linda chica que hacía solo minutos dormía junto a él, besándola en la frente con cariño.

Estaba en la calle, su compañera vivía solo a unas cuantas cuadras de su casa, ya eran las 3:10am. Aceleró el paso y comenzó a reflexionar mientras su “otro yo” le reprochaba con sólidos argumentos su torpe incapacidad de contener los impulsos. –Que Dios me perdone. – Cuando esas palabras salieron de su boca, se sintió en su tono un aire de vergüenza. Puso la mente en blanco y pensó en la chica, de verdad la amaba y lamentaba con toda su alma el hecho de haberla arrastrado a la situación en la que se encontraban: una poca de farra nocturna, algunos tragos y uno que otro sórdido encuentro a escondidas en las noches de los fines de semana. Pero no era él el que se lamentaba, era “el otro”. De hecho, él ni siquiera se sentía culpable, simplemente lo tomaba como un merecido descanso a ser el chico bueno de la calle, pues todos nos merecemos un poco de diversión ¿o no?

Ya está en casa, tuvo éxito y nadie descubrió sus tretas, de verdad sabia como escabullirse dentro y fuera de su casa, pero no es tiempo de hacer alarde de  sus habilidades de escape, es hora de dormir un rato, mañana es domingo de iglesia.

Por el día, ***** es un chico bastante normal e incluso hasta algo aburrido, de esos de los que te olvidarías a la hora de repartir las invitaciones de una fiesta. Todo su mundo gira alrededor de Dios, de su familia, la música y sus estudios. Las señoras de su calle lo adoran y lo ponen como ejemplo para sus propios hijos. –No saben lo que dicen. – Meditaba en su interior cuando pensaba en ellas. Todos ignoraban que dentro de él, había un lado oscuro que competía con su conciencia.

Alguien dijo alguna vez que dentro de nosotros habita un ángel y un demonio, y que ellos le dan instrucciones al alma para ayudarla a subir o a bajar (piensen en esto). Si eso era falso, no aplicaba en el caso de *****, porque era esa precisamente la forma en la que se sentía, sabía que era hombre de bien, pero lo frustraba cederle terreno casi voluntariamente a su demonio y a la vez se comprendía a sí mismo, porque sabía que aunque alguien puede llegar a ser muy bueno, en su corazón está la capacidad para hacer el mal, y aunque estaba al tanto de esto, esperaba todos los fines de semana, no para darse placer, sino para tratar de ganar la batalla de una vez por todas.

Viernes por la tarde. Esta noche ni siquiera intentará combatir a su demonio, ahora lo importante es conseguir la forma de escabullirse de casa, Mamá y Papá estarán es casa y sus hermanos como siempre estarán en su habitación jugando con sus cosas. Se las ha visto peores, la ultima vez su prima fastidiosa había venido de visita y no dejaba de hacer preguntas tontas como “Si no hay cine ¿Cómo hacen para ver películas en este pueblo?” La detestaba, incluso el lado bueno lo hacía. Pero esta noche las cosas eran relativamente fáciles, un pequeño soborno a su hermano menor para que se hiciera el ciego, sordo y mudo a la hora de dormir y tendría libertad. Pero eso sería más tarde, todavía quedaban algunas horas por fingir.

– ¡*****!– Se le oyó decir a la vos que venía desde afuera de la casa, era su compañero Luis, otro que había creído la ilusión del demonio interno, pero que no era tan fácil de engañar como los otros, Luis podía desenmascararlo a la primera señal de flaqueza, así que invertía bastante tiempo pensando en sus respuestas. Su visitante le hacía recordar aquella frase de esa tonta película del Doctor Zeus “Yo pienso lo que digo y digo lo que pienso”. La entrevista fue inesperada, pero le daba una excelente excusa para bañarse y vestirse sin ser bombardeado  con preguntas, solo diría que iba a algún sitio con su amigo y que probablemente regresaría un poco tarde. Sabía que sus padres se dormirían temprano y se contentarían con la respuesta falsa de su hermano a la pregunta de si ya había regresado a casa.

 Un rato después, se despidió de su señuelo y tomó rumbo, se encontraría con ella en el lugar de siempre, la casita abandonada en la esquina donde comenzaba su calle, unos besos más tarde estarían en el cuarto de la chica y pronto estaría dándole su usual despedida con un beso en la frente.

De vuelta a casa ***** ya no se sentía culpable, había decidido que abordaría su problema desde otro ángulo, y seguramente lograría vencer a su demonio, ese chico tiene agallas. Pero no pasará todavía, siempre hay tiempo de sobra para vencer a un demonio, y más cuando nosotros decidimos su destino…



Atención
Esta historia es un producto de mi imaginación y los personajes y nombre expresados en ella son falsos e inventados. También así las acciones y lugares descritos. Cualquier parecido con la realidad es mera conciencia. Esta nota no tiene como objetivo herir alguna susceptibilidad por lo que recomiendo se lea con discreción.

Kevin Yépez

sábado, 9 de octubre de 2010

Corta historia de la vida de un suicida

Conocía el preciso instante, sabía de memoria cada detalle. El lugar, los instrumentos. Todo. Le había dado todas las armas necesarias a la muerte para planificar juntos el lugar, la manera y el momento. Pero antes había que terminar todo y eso sería simple: una despedida.

Se llamaba Abelardo Valles, lo llamaban Napoleón. Descendiente de una migrante francesa y un blanco americano. Tenía dos hermanos, ambos menores que él y que también se llamaban Abelardo, y una novia. Vivía acomodado en una urbanización de clase media alta en una ciudad cerca de la capital del país, donde los arboles debían tener la misma altura y las casas no podían ser pintadas con colores demasiado llamativos,  y la mayoría de las personas mantenía la puerta cerrada porque el frio les helaba los pies y solo las vecinas chismosas dejaban las ventanas abiertas, aunque siempre tratando mantener la soledad y tranquilidad del suburbio.

Tenía varios amigos con los que pasaba la mayor parte del tiempo, pues estudiaban la misma carrera en la misma universidad. Un perro y una tortuga llamada Tortuga. Ninguno de sus compañeros lograba entender su odio por el chocolate. Aquella intriga que le causaban las cucarachas, las cuales manipulaba como si de un juguete se tratara. El amor que sentía por los tuqueques; a los que él llamaba gecos, por respeto que siempre había sentido hacia a los nombres científicos de los animales.  La desconfianza en la televisión dado el margen de error que había en los porcentajes que se decían en los documentales.

Ateo como el sol, había decido morir cuando se dio cuenta de que la vida no era la mejor cosa que había para hacer, que los vicios no eran suficiente alivio y que el amor no siempre curaba la melancolía crónica y que cuando uno quiere descansar, el metal ardiente rebotando en el cráneo y jugando con el cerebro era en realidad más eficaz que el Prosac y el sexo juntos.

Supo que se acercaba el momento cuando la vida se había vuelto tan monótona como leer el mismo diario todos los días. Como si las noticias fueran iguales, solo que con personajes distintos, como si todos los días muriera un criminal por haberle destrozado el cuello con una escopeta al pobre hombre que no tenía un céntimo que entregar. Como si todos los días el gobierno hiciera algo mal.

Supo que se acercaba el momento cuando se dio cuenta de que en realidad no tenemos una sola vida, sino que son muchas. La primera es la que llevamos a cuestas todos los días. En la cual sufrimos y somos felices, en las cuales somos capaces de  amar a los que alguna vez odiamos y de sufrir por esas personas que amábamos cuando estas nos abandonan, cada uno a su modo pero total que lo hacen. Las otras vidas son aquellas con las que tratamos a las personas, cada persona conocida, familiar o amigo, nos hace tener una vida distinta, y por eso Abelardo decía: “Tenemos mucho más que una única vida, pero todas son más de la misma mierda.”

La chica era Daniela, una aspirante a médico cirujano especializada en neurología que tenía todo lo que necesitaba y más, por ahora. Su casa estaba dos cuadras de la de Napoleón y no se molestaba cuando tenía abrir las ventanas a las dos de la madrugada al escuchar casi en susurros las palabras claves: –Mon chéri, je t'aime pour toujours–. Para finiquitar alguna charla o tener algún encuentro casual y común de la naturaleza humana. Cuando se enteró de la muerte, no podía creer que el destino fuera tan cruel como para llevárselo a la morgue de la facultad de medicina como quien por maldad entrega gozoso una mala noticia.

El día anterior al suicidio, Napoleón, después de salir por la ventana del balcón que daba a la calle frente a la casa de Daniela dijo: –Partout où je suis, je t'aim–. Lo que como siempre, era contestado con un mal pronunciado –Au revoir–. Aunque sin embargo, esta vez significaba mucho más que una despedida.

Sus amigos lo hallaron en el terreno abandonado en el cual solían reunirse a charlar todos los sábados por la noche, sentado en una sillita de mimbre de las mismas que usaban para conversar y que tenía un cojín rojo muy mullido. Los ojos estaban abiertos con una mirada pensativa y melancólica, pero que a la vez reflejaba felicidad, una felicidad que solo puede sentir un loco, el mismo loco que fue capaz de amar a Daniela y que jugaba con cucarachas y que odiaba el chocolate. No habrían sabido que estaba muerto de no ser por la pequeña marca de bala cerca de la sien derecha por donde se asomaba un hilito rebelde de sangre y por la nota que decía: “Solo me arrepiento de no haberlo hecho antes.”



Atención
Esta historia es un producto de mi imaginación y los personajes y nombre expresados en ella son falsos e inventados. También así las acciones y lugares descritos. Cualquier parecido con la realidad es mera conciencia. Esta nota no tiene como objetivo herir alguna susceptibilidad por lo que recomiendo se lea con discreción.

Nota
Esta historia no tiene absolutamente nada que ver con mi forma de pensar acerca de temas tan sensibles como el suicidio, espero que no se malinterpreten mis comentarios.

Kevin Yépez



La vida en colonial

Eran muy raras y contadas las veces que se veía por estos tiempos al joven Mario Luis Peña caminar por la Callejuela de los Chismes, solo lo hacía en ciertas ocasiones para acompañar a las hermanas Daza después de su jornada de estudios en el Colegio de Santa Epicena de la Cruz, que quedaba solo a tres cuadras de distancia del hogar de las hermanas.

La Callejuela de los Chismes estaba ubicada en uno de los suburbios elegantes de la gente que había llegado desde la capital del país y del extranjero para explotar los recursos minerales de estas tierras y que habían creado un emporio de oro negro y una pequeña ciudad con urbanizaciones alejadas de la chusma de las locaciones vecinas, y donde no era impropio para un mozo acompañar sin chaperón a dos señoritas después de salir de la escuela.

 La calle estaba entre la Calle de los Perros Castrados y la Calle del Loco Herrera, el mismo que azotaba con el rejo a los caballos y los arrojaba contra los peatones que venían o iban por las aceras de hormigón mientras se trastumbaba con encendidas carcajadas chillonas que parecían provenir del mismo averno y dignas de un señor de las tinieblas en pleno embeleso llevándose almas inocentes. Importante es decir que el joven Mario Luis Peña conocía bastante bien al Loco Herrera y prácticamente lo quería como a un consanguíneo porque había pasado sus últimos días en el Colegio de Santa Epicena de la Cruz junto con él y otro puñado de camaradas, hermanos y hermanas de otras madres, que poco a poco se irían alejando en el tiempo y el olvido. Aunque esta fraternidad amistosa no bastaba para evitar que el loco le hiciera de vez en cuando sus fechorías a caballo.

Mario Luis Peña sabía de varios de los amigos de las hermanas Daza, pues el mismo había conocido en el Colegio de Santa Epicena de la Cruz a Teodoro y Martin de Lüker, hijos de inmigrantes alemanes que habían venido de las tierras del este (de las cuales era oriundo también el joven Peña) para buscar un ambiente más estable para sus dos hijos varones, y había conocido al primero de ellos en las competiciones de poesías a todo pulmón que se celebraban en el colegio. Había conocido también en la casa de estudios a los hermanos Lucio Mariano y María Antonieta Castillo, hijos de uno de los últimos migrantes de la zona central del país. Poco tiempo después conoció en una de las reuniones organizadas por las hermanas Daza en el renombrado Club Social del Norte, a León Jacinto y a Antonio Cuevas hijos de un Obispo católico en jubilación que hacía años se había convertido al cristianismo según Lutero y de su esposa.

A pesar de sus conocimientos y contactos en la Callejuela de los Chismes, este no era aún el mundo del joven Peña, ya que prefería una vida de lectura y ocio más cómoda alejada de los trajines sociales que implicaban las reuniones en el Club Social del Norte, y solo salía de su casa para hacer lo indispensable o realizar visitas oficiales de trabajo a alguno de sus compañero o compañeras, según fuera la ocasión del evento.

No fue sino hasta unos años después, cuando ya la preparación del bachillerato se había consumado y un verano de ocho meses de tedio había llegado a su fin que el joven Mario Luis Peña rescató sus antiguas relaciones con los amigos olvidados Teodoro de Lüker, Lucio Castillo y León Cuevas; con quien compartió, además de con muchos otros y por un tiempo no tan largo el transporte en furgoneta a gas hasta los edificios de La Universidad del Occidente, ubicada en otra ciudad del estado.

La camaradería entre los cuatro amigos era notable en las largas charlas luego de haber visto algún viejo estreno de cines en el proyector en casa de los Lüker. Charlas en las cuales cuestionaban las habilidades de los integrantes de los reñidos debates y absurdos llamados de la razón, para soportar los desamores y el desencanto de las damiselas a las que pretendían y que habían escapado de sus brazos por razones tan simples que era mejor no recordar, y argumentaban sobre los rigores universitarios en las diferentes áreas del conocimiento que cada uno de ellos había escogido para su futuro y de la forma tan pedante que rosaba en lo pintoresco en la que se comportaban algunos profesores, y de los trastornos del sueño que les dejaban bolsas moradas bajo los parpados por los viajes en furgoneta a gas a ciudades retiradas de los hogares.

Fue por estos mismos rigores universitarios y el cansancio del trajín de las horas de viaje y el bochorno del ardiente calor solo conocido por las provincias al este y al sur del país, que el joven Mario Luis Peña debió reconsiderar su círculo de amistades y cayó en la cuenta de que el método de salidas solo esenciales y oficiales había terminado, y de que la amistad no se buscaría sola y los amigos no se mantendrían unidos a base de pan y agua, recordando siempre que: “Todo mundo quiere tener un amigo, pero pocos se toman la molestia de ser uno.”



Atención
Esta historia es un producto de mi imaginación y los personajes y nombre expresados en ella son falsos e inventados. También así las acciones y lugares descritos. Cualquier parecido con la realidad es mera conciencia. Esta nota no tiene como objetivo herir alguna susceptibilidad por lo que recomiendo se lea con discreción.

Kevin Yépez

La nada

“Coño, ¿a ti quien te entiende?” Es la frase más utilizada por mi círculo social a la hora de tratar de averiguar qué es lo que me tiene deprimido. Y es que en efecto ni yo mismo entiendo qué carajo me pasa cuando entro en el ‘modo zombi’, como yo le digo; es una sensación de nostalgia perdida y sin sentido, como querer llorar sin llorar porque no sé cuál es la razón del desasosiego. Es una sacudida de tristeza que ni siquiera encuentra razón, un bajón de azúcar repentino que me deja inerte. Mi sospechosa: La rutina.

Pensando en todas estas cosas me doy cuenta de que pienso demasiado para  una persona atada a la miserable rutina diaria, busco la felicidad como puedo y si la encuentro en mi imaginación la aprovecho. Las preocupaciones me aquejan y me atormento por cosas distantes y lejanas como que ocurrirá cuando terminen las vacaciones, me preocupa el hecho de que los martes y jueves salgo de clases a las 12:00 del mediodía, unos minutos antes de la ruta universitaria pase por el frente de mi facultad; “Si salgo a esa hora, llamaré a Daniela o a Aarón para ver si ya pasó el bus.”

Me trastornan el tiempo y las fechas, las horas de trabajo e incluso creo rutinas dentro de las rutinas para saciar mi obsesión, cosas idiotas como la cantidad diaria de páginas que leeré de tal libro hasta que lo haya terminado. Como una hormiga planeo cada paso de una manera metódica digna de un relojero, leo y escribo para matar el estrés y liberar la mente. Escribo escrutando cada signo de puntuación y acentuado, cada punto y aparte, cada sinónimo y antónimo, hasta que nada tiene sentido y luego veo que solo faltan dos letras para tener un trabajo más o menos decente.

Preocuparme demasiado por las cosas me preocupa demasiado (nótese el cruel círculo vicioso en el que he caído) la verdad es que en algunos momentos me gustaría tener un poco menos de cerebro y vivir una vida más simple y con menos problemas, ser un estudiante sencillo de una carrera sencilla: uno más del montón. Me molestan los que claman por paciencia pues es bien sabido que la paciencia no siempre da conocimiento, de hecho, en más de una ocasión la paciencia ha sido la madre de tristes desastres. Gabriel García Márquez escribió allá por los tiempos del cólera “La sabiduría llega ya cuando no sirve para nada”, lección que aprendieron viejos y tristes los personajes principales de la obra.

No preocuparse es algo difícil de hacer pero como decía la cuña “no digas que no, si no lo has probado”



Nota: Creo que al escribir esta publicación de alguna forma me sentí un poco feliz, a lo mejor es porque me desahogué un poco, saque usted sus propias conclusiones.

Kevin Yépez

El muchacho y el perro

Era un día caluroso y las calles estaban atestadas de gente, el muchacho estaba sentado con su perro mientras esperaba nada en una banqueta pública frente a la terminal de pasajeros. El joven se llamaba Alejandro, se le notaba algo cansado y se veía la grasa derretida por el calor en su cara. Había caminado un buen trecho y aun le esperaba mucho más por transitar, no había rumbo, solo un camino y apenas una meta que parecía ser un sueño. Debía encontrarse con sus familiares en otra ciudad bastante alejada.

Sus padres habían muerto en un accidente de tránsito hacia unos cinco años o algo así. Vivía solo con su abuela y Paco, su perro, en una casita de alquiler que ya tenía varios de meses de mora cuando ella murió. La vejez se la había llevado y a nadie parecía importarle mucho la suerte del muchacho.

Tenía solo una semana para desalojar su pequeño hogar de paredes de ladrillo rojo y tejas de adobe si no pagaba la deuda con la que cargaba. Las provisiones de alimento y dinero eran de por si escasas, y sabía que no podría afrontar ese inconveniente. Tendría que marcharse. Pero ¿A dónde? Ya hacía tiempo que su cielo se había derrumbado, todas las noches rompía en un llanto incontrolable al sentirse frustrado de lo cruel que había sido  el destino al momento de la repartición de vidas y de sentir que su Dios le había dado la espalda.

En esas últimas noches en la casita, Paco era su único consuelo. Lamia el salado de las lágrimas de sus mejillas y ladraba casi con cariño para tratar de animar a su joven amo. Paco fue el último regalo que recibió de sus padres, era apenas un cachorro para aquel entonces pero ya tenía una hermosa melena color arena. Desde entonces, crearon ese vínculo especial de un niño y un amigo, esa relación de camaradería en cosas simples como en darle de comer los desabridos huevos de la abuela por debajo de la mesa del comedor.

Alejandro sabía que ya aquellos recuerdos se veían un poco alejados de la realidad, el tiempo no se haría esperar y pronto habría que partir en busca de un acomodo para nada asegurado en el que tal vez la vida sea un poco más llevadera.

También sabía que parte de su familia se encontraba en una pequeña ciudad cerca de la capital del país y que probablemente (o al menos eso deseaba el), lo recibirían por lo menos por un tiempo, lo suficiente como para conseguir un empleo y quizás terminar sus estudios. Era demasiado para un chico de quince años.

En el frente de la terminal, Paco estaba sentado junto a él, parecía contento de contemplar a los transeúntes mientras estos realizaban su rutina diaria. Alejandro adoraba a aquel perro. –A veces quisiera ser un perro– Se le oyó decir mientras Paco se enroscaba alrededor de su pierna. –Andando Paco, es hora de irnos. Ojalá que a mi tía no le moleste que llegue sin haber llamado antes–.

Nunca volví a ver a Alejandro, pero mi pana me dijo que lo había visto en la universidad; que estaba contento y que ya se iba a graduar. Al final, muy al final las historias siempre tienen un final feliz, sólo que los pesimistas nunca se molestan en escribirlo.



Atención
Esta historia es un producto de mi imaginación y los personajes y nombre expresados en ella son falsos e inventados. También así las acciones y lugares descritos. Cualquier parecido con la realidad es mera conciencia. Esta nota no tiene como objetivo herir alguna susceptibilidad por lo que recomiendo se lea con discreción.

Kevin Yépez